Por: Giselle Deñó |
Con toda seriedad, la República Dominicana es el país más bello del mundo. Puede ser que soy totalmente parcial, pero el ambiente aquí está tan lleno de vida donde quiera que uno vaya y los ecosistemas que encontramos son tan diversos que creo que hay un espacio para todos los habitantes del planeta en esta pequeña isla.
Mi familia y yo emprendimos un corto viaje de cuatro días hacia el sur después de haber pedido, de la manera más diplomática posible, dos días de vacaciones. Mi jefe me relajó y me dijo: "Bueno, Giselle, si nos dejas me aseguraré de que alguien te despida"; por supuesto, dijo esto justo antes de desearme que tuviera una buena experiencia. Después de eliminar esto de mi lista con un gran suspiro de alivio, estaba lista para emprender la búsqueda de nuevas maravillas y secretos que se me habían mantenido ocultos durante todos los años que he vivido en la República Dominicana. El sur del país me era desconocido, sólo me daba la sensación de que podría tener algún parecido con Haití debido a su proximidad.
Peleé con mi hermana mayor por el asiento del carro al lado de la ventana, el cual gané, y me senté asombrada por las montañas que formaban como triángulos perfectos, el apacible ganado que cruzaba por la carretera, las hectáreas de plantaciones que pertenecían a dominicanos que trabajan duro y algunos de los paisajes que se asemejaban al lejano oeste que he visto con tanta frecuencia en las películas americanas. Cruzamos Baní, famosa por sus mangos, y Azúa, un punto clave para la agricultura en nuestro país, antes de llegar a donde íbamos a quedarnos, Barahona, situada a una distancia equidistante de otras ciudades que deseábamos visitar. Nos despertamos ansiosos todos los días por las cosas que estábamos a punto de descubrir. El recorrido nos llevó a lugares que ni siquiera estaban en nuestros planes, los cuales acogimos con agrado como una manera en que la naturaleza acepta la presencia de habitantes de la ciudad en la parte rural del país. Tuvimos el privilegio de visitar la Laguna de Oviedo, el Parque Eólico Los Cocos, y la Bahía de las Águilas, durante nuestro recorrido por tierra, viento y fuego. En los días siguientes, nuestra búsqueda se extendió hasta el Lago Enriquillo, para presenciar el muy comentado crecimiento que ha venido sufriendo durante los últimos años. Desde los lagos y lagunas hasta las lindas y rocosas costas, y, por supuesto, el pescado frito que no podía ser omitido, disfrutando cada segundo del recorrido porque la cuenta regresiva de mi regreso a Francia se activó automáticamente en mi mente.
Esa sensación agridulce de volver, habiendo vivido una experiencia tan increíble en la Cámara de Diputados, visitando los lugares que conocía y amaba, descubriendo otros nuevos y al final teniendo que reconocer el hecho de que este ya no es mi hogar permanente. Este verano ha superado los veranos de los últimos años, así como mis expectativas; siempre estaré agradecida a las personas que hicieron posible esta experiencia y a las que formaron parte de la misma. No hace falta mencionar a mi equipo en la Cámara de Diputados, las mismas personas que me sorprendieron el pasado viernes con un bizcocho y una deliciosa pizza. Las miré a los ojos y vi una verdadera preocupación por mí, una reciprocidad que se ha venido formando durante los meses que hemos pasado juntos. Mientras los abrazaba a todos para despedirme, sabía que tenía una segunda familia adonde podría llegar al volver a casa.